Es frecuente clasificar para distinguir y distinguir para precisar. Es por ello que –en el mundo de los negocios- las empresas se clasifican por industrias y así permiten una mejor identificación de los servicios y una adecuada generación de expectativas respecto a la contribución de valor.
Tenemos, entonces, la industria bancaria, la del retail, la aeronáutica, la farmacéutica y un sinnúmero de exponentes que dan cuenta de la variedad de la oferta y la exigente versatilidad de la demanda del mercado.
Hay, sin embargo, una industria poco conocida aunque muy extendida y que agrupa a un gran número de servicios profesionales (abogados, financieros, consultores, etc.) cuyo atributo específico generador de valor es la confianza. Podrán ser muchos los entregables que proporcionan al cliente, tangibles e intangibles, pero todos ellos se justifican, más que por el valor del servicio en sí, por la confianza que generan en quien lo recibe.
Es la confianza lo que establece el vínculo comercial y lo que lo mantiene en el tiempo. No es la calidad objetiva de lo que se recibe (a menudo difícil de evaluar y comparar), ni el precio (siempre que esté dentro de una razonabilidad que impacta en la confianza). Es algo más profundo, más difícil de objetivar, pero que marca la total diferencia en la elección y en la satisfacción.
Al igual que en las relaciones sociales, donde la confianza es la piedra de toque que distingue la verdadera amistad de otras manifestaciones convencionales, en las relaciones comerciales ocurre lo mismo: es la confianza lo que se compra, lo que se valora, lo que se paga.
Por eso es que los profesionales de estos servicios tienen que ser capaces de expresar confianza en cada momento de la interacción con el cliente: en las presentaciones, sin exagerar ni sobrevender, sin descalificar a la competencia ni inventar éxitos que no se han obtenido, en los cierres formales del contrato, con expresiones claras, entendibles, precisas, sin letra chica, con apego a las condiciones conversadas, en la operación misma del servicio, en la calidad de la información, en la oportunidad de la respuesta, en la disponibilidad para la atención, en la flexibilidad para la solución y, finalmente, en los procesos administrativos que rodean la relación y que –tristemente- pueden echar por tierra todo el proceso (y la confianza que es su pegamento) por errores y negligencias.
Diseñar el negocio, entendiendo que la confianza es lo que se vende, es la base de una adecuada planeación estratégica y de una correcta estructuración organizacional.
Pero eso no es todo. Es recién el comienzo, indispensable pero sólo el comienzo. Las formas de la relación cobran una relevancia fundamental así como la impresión que el cliente se forme de quien le proporciona el servicio. Es decir, en la industria de la confianza no se puede disociar el producto de quien lo entrega.
Sus comportamientos, la capacidad de escuchar, la claridad para expresarse, la corrección en el lenguaje, la formalidad en el cumplimiento de los horarios y compromisos, la preparación que haya realizado para conocer el negocio del cliente, la discreción con la que maneja información de terceros, la manera de hacer sentir importante al cliente, la humildad para no imponer ni sus conocimientos ni las soluciones (aunque sea experto, por eso se le contacta), en fin, un número no menor de características personales que generan negocio o que, en la mayoría de los casos, echan por tierra gérmenes de expectativas que se habían empezado a construir.
No menos importantes son las percepciones que genera el proveedor en el cliente y que alimentan la confianza o la cuestionan: el lujo, la arrogancia, la ligereza al hablar, las opiniones huecas y críticas, las faltas de respeto en la forma y en fondo de una conversación, son disparos mortales a la naciente percepción de los comportamientos sustantivos.
Y todo esto se nota y se difunde. Se valora y se expresa boca a boca en el mundo social y profesional del cliente. Y esto genera referencia o indiferencia.
Porque en la industria de la confianza, las referencias lo son todo y la confianza no es delegable ni siquiera al interior de la misma organización. El prestigio de la empresa y de cada una de las personas que en ella trabaja, son el activo de marca más importante en este negocio. Y es algo que se construye día a día y que en un minuto puede destruirse.
Ésa es la gran vulnerabilidad de esta industria. Así como otras están sujetas a variables macroeconómicas o a condiciones sociales o legales de un país, la industria de la confianza tiene su talón de Aquiles en la misma prestación de su servicio. La confianza no es acumulativa, no genera un inventario al que uno pueda echar mano en momentos de agobio, sino que se crea y se destruye en cada interacción. Ni siquiera la competencia es temible cuando el nexo del negocio con el cliente ha transitado al estado de confianza.
Una consecuencia directa de esta vulnerabilidad radica en la importancia que tiene la selección de la gente que trabaja en esta industria y su permanente capacitación y monitoreo, tanto del trabajo como de su satisfacción y desarrollo. No se sostiene la confianza desde la amargura, desde la resignación ni desde la mediocridad. Hay que invertir en el talento y cuidarlo. Así como en otras empresas se podría llegar a subsidiar la incompetencia (siempre que se tengan los márgenes suficientes), en la industria de la confianza ésta –la incompetencia- no tiene cabida en ningún escenario ya que destruye las bases mismas del negocio.
Y como nadie puede dar lo que no tiene, hay que saber crear, al interior de la organización del proveedor, un verdadero clima de confianza, ésa que se transmitirá en las interacciones con el cliente y que constituirán la coherencia y la consistencia, dos elementos básicos en esta industria.
Rodolfo González Gatica